
Tempestad (de Francisco J. Calvo)
La noche está cerrada. La luna, ausente, se escondía, tímida, tras las nubes. Desde el interior de la casa se comprobaba, a través del pequeño ventanuco del desván, cómo la lluvia caía. Al trasluz de los intermitentes relámpagos, hijos de la tempestad, se vislumbraba una pequeña sombra en la pared. Inmóvil, observando la inmensidad del oscuro cielo, acurrucada, con las rodillas entre las manos y los brazos rodeando sus piernas. La pequeña figura balanceaba lentamente su coqueta y diminuta cabeza. Las trenzas bailaban al son del bamboleo del cuerpo. Los ojos, dos brillantes luceros gris azulado, se vislumbraban temerosos, observando la claridad del oscuro cielo al iluminarse con los relámpagos. Su rostro, impasible, triste; su mirada, perdida en el firmamento, dejaba entrever lo que había padecido durante los momentos anteriores. Su cuerpo, mostrando unas suaves curvas femeninas, propias de su corta edad, dejaba entrever el resultado de la sinrazón. El blanco camisón presentaba las trazas de lo acaecido.
¿Qué te sucede, pequeña? ¿Acaso has llevado a cabo lo que te rondaba por la mente? ¡Háblame, criatura! ¿Es posible que estés tan ensimismada? No puedo creer que lo hayas llevado a cabo. Recuerda, vuelve a traer a tu mente ideas de bienestar, vuelve a vivir, vuelve a mostrar tu alegría. ¿O crees que ese problema sólo lo tienes tú? Sabes que no. Sencillamente: no. Pero la solución por la que tú has optado, ¿es la correcta, pequeña dama? Recuerda a tu madre, pequeña. ¿Qué has hecho, insensata? Agria suerte la tuya, desdichada chiquilla. ¿Por qué te hubo de dejar quién más te quería? Ella te protegió y te guió; cuanto te quería. Y te hubo de dejar, mi pequeña criatura. Tuvo que emprender su viaje celestial y dejarte en sus manos.
No te sientas orgullosa de lo que hiciste, aunque no fue culpa tuya, por más que él te lo repitiera y te lo hiciera ver, una y otra vez. Cuan necesaria era la protección de tu estrella para mantener alejado el tormento. Cuantas veces habías soñado el amor verdadero, elevarte hasta alcanzar el éxtasis en sus brazos; qué distinta tu suerte, qué brazos tan diferentes; no fueron los soñados. Su mirada te lo decía desde el principio, y, sin embargo, no lo quisisteis ver. Ella lo mantenía distante. Te protegía. Y ahora que se elevó al firmamento…, pequeña damisela, él… necesitaba una fuente de calor. Joven señora, que pronto alcanzaste la madurez a tan corta edad. Madurez forzada por tu supuesto protector. Vuelve en sí, mi joven señora. ¿Qué has hecho? ¿Merecía la pena? Ya estarás marcada para siempre. Una vida es una vida y tan ilusionante es darla como funesto para la persona quitarla.
Tus hechos te han marcado. ¿Por qué le sonreías cuando se acercaba? ¿Por qué no le pusistes freno? ¿Acaso no sabías lo que ocurriría, mi pequeña infeliz? Tarde o temprano llegaría. Ahora…, ya todo acabó. Finalizaron las caricias indeseadas, terminaron los abrazos desmedidos, todo terminó; o, mejor dicho, tú lo acabaste. No fue como esperabas. Confundiste el amor paternal con el amor conyugal. ¿Cómo pudiste? ¿Acaso no sabes que no son iguales? Imprudente niña. Él no era tu padre. No supiste comprender sus intenciones. De haberlo sabido a tiempo, triste destino, ahora no estarías inmersa en la inmensidad de la desesperación. Cuanto sufrimiento a tan corta edad. Ya has conocido el amor, más no fue lo que esperabas. ¿Quién lo diría? En vuestra propia casa. Un extraño se apoderó de ti. Pobre criatura. Ahora, vuelve en sí, ya eres la reina de tu casa. No habrá más abusos, no más caricias indeseadas, no más visitas nocturnas a la alcoba. Ya se acabó todo, tú lo terminaste. Ahora vuelve en sí. Ella te observa desde su estrella. Obsérvala, te sonríe. Tranquila, no tenías más remedio.
* * *
¿Dios, qué he hecho? ¿Qué hago aquí, en el desván? ¡Oh, no! Ya recuerdo. Mis manos, siento frío. Mi camisón… desgarrado; ha ocurrido otra vez. ¡No, por favor! ¡Me siento… ultrajada! No llores. ¿Qué es esto? Mis manos están llenas de… sangre. ¿Qué he hecho? He vuelto a perder la conciencia, ¿por qué? Recuerda, por Dios. Me tenía que abstraer… pero ¿de quién es esta sangre? ¿Dónde está él? ¡Ya recuerdo! ¡Oh, no! ¡Dios mío, perdóname! ¿Qué será de mí? Sólo tengo quince años y ahora estaré sola, sola, pero sólo durante seis meses más; luego tendré el recuerdo de mis pesares en el hijo de mi pecado. Lástima que su abuela no lo verá. Y él, ¿dónde está él? Ese canalla. ¡Oh, no, la sangre! ¿Qué he hecho? Ya recuerdo, ya entiendo; no volverá a forzarme. No volveré a temer a la noche.
La lluvia amaina. Los relámpagos se alejan. Mañana será un día nuevo, que empieza ahora mismo. Mi pecho…. Sangro. Mi pierna… me duele. Ya comienzo a recordar. No volverás a molestarme. Ya sé que es culpa mía. Como siempre me decías. Pero no volverás a pegarme, no volverás a ceñirme a tu cuerpo. Volveré a salir a la calle. Mi familia, mis amigas, mis amigos, los volveré a ver.
Estoy cansada. ¡Uff! Me echaré un poco, aquí mismo! El cielo se despeja. ¡Qué cansada estoy! Tengo sueño y estoy cansada. Las estrellas reaparecen. Dormiré un poco y mañana será otro día, un apacible día.
* * *
Descansa, mi princesa adolescente. Descansa tu forzada locura. Descansa libre. Ojalá mañana tengas la lucidez que ahora te falta. Duerme tranquila por primera vez en muchas noches y no temas sufrir la invasión de tu intimidad. Hoy no llegará. Sólo pido que el más constante e implacable de los jueces, tu conciencia, se apiade de ti y te permita vivir en paz; mas, pido a la providencia que la inconsciencia de tu locura te lleve a olvidar la aberración de haberle arrancado la vida a quién hizo de la tuya un insufrible infierno. Descansa, pequeña, que yo, tu perturbada mente, cuidaré de ti y de tu criatura. ¡Dulces sueños!
Acceso a «La Primera Cruzada: el origen de la Orden del Temple», de Francisco Calvo.
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